jueves, 25 de junio de 2009

Siempre Salamanca

Una ciudad para estudiar, para enamorarse, ir y volver, creer que la hemos olvidado y luego regresar con la emoción del reencuentro a cuestas. Una ciudad tan hermosa y de tanta personalidad que es la locura del fotógrafo: imposible captarlo todo, imposible no intentarlo. Y el poeta dando vueltas a sus cuartillas, abochornado de tanta sugerencia.
Para llegar a la ciudad universitaria, desde Madrid, tomamos la A-6 hasta el desvío de Sanchidrián. A partir de ahí tampoco hay pérdida. La carretera atraviesa muchos pueblos interesantes y al final llega a un desvío que señala Salamanca, a la derecha. Con un poco más de paciencia estaremos en ella.
Desfila la Historia por Salamanca. Y la Historia del Arte. Todo lo que se puede decir es poco. Ese tono, marrón, dorado, de la piedra franca de Villamayor que iguala catedrales, palacios, los edificios más dispares, nos acompañará en el camino nostálgico a casa.
Yo no recomendaría mucho estudio antes de visitar Salamanca. Ella se abre sola. Mejor perderse por sus calles, contemplar sus templos y palacios por uno mismo, aún sin saber qué estamos viendo: la impresión de belleza y tiempo almacenado, vivo. Ni perderse en muchas fotografías primeras. Mejor caminar, verlo todo aunque nos parezca que no vemos nada, y seguir caminando, como con poca ambición. Ya habrá una segunda vuelta para fijar los recuerdos y ser más conscientes de todo. En realidad es la mirada virgen la que capta mejor. Después, tomando un café, esperando la comida, o ya en nuestras casas, tras la fatiga que todo viaje deja como poso, podemos mirar las guías, los libros y folletos, la información infinita que esta ciudad de ciudades ha generado y seguirá generando.
Recordar el inicio del Lazarillo, los versos de Espronceda y hacernos con él estudiantes de Salamanca, viajar a aquellos tiempos romanos en que era un importante mojón en la “ruta de la Plata” que unía Mérida con Astorga, y recorrer la Historia sin prisa, con esa velocidad que tiene el pasado en nuestra memoria, sin parar mucho en detalles, como una leyenda o una película. Atravesar el puente romano es pensar que lo recorrieron los Reyes Católicos, Felipe II o Carlos V, seguro que con parecidos pensamientos a los nuestros. Felipe II se casó aquí en su primer matrimonio, de los mucho que tuvo después.
Salamanca es una pieza de museo en movimiento. Parece un milagro que algo tan valioso pueda permanecer al aire libre, tan dinámico, sin temor al deterioro. La conservación es maravillosa. Aquí no hay por qué imitar lo antiguo: todo es antiguo, y nuevo, porque está vivido con la vida cotidiana. La gente pasea por las calles, y no son todos turistas. Hay de todo, mucho estudiante, un profesor que acude a clases o sale de ellas, un abuelo que ha perdido momentáneamente la paciencia y regaña a su nieta.
Las calles principales, Gran Vía, Toro, Zamora... corren paralelas las unas con las otras, y buscándolas nos podemos ir de lo más moderno a lo más antiguo de Salamanca. O quizá equivocarnos, hasta que se nos presenta la Plaza Mayor, la más alabada de las plazas porticadas españolas, con un clasicismo, una armonía, que no sabemos de dónde viene, de qué época viene. Aquí hay comercios y mesones, los más típicos, desde los cuales descansar la vista y maravillarse los ojos mientras contemplamos tras los cristales, una cerveza y unos pinchos salmantinos, la plaza y su movimiento. Nunca más oportuno, en este año de centenario del Quijote, el Mesón Cervantes, lleno de recuerdos del escritor y sus personajes, así como todos los objetos que uno pueda imaginar, en abigarrada música, contando su historia. El Mesón Cervantes, por ejemplo, nos ofrece en una esquina de la plaza tranquilidad para la conversación y un ambiente inmejorable.
Y si deseamos comer, el restaurante El Bardo, en la calle de la Compañía, al lado de la Casa de las Conchas, nos ofrece un menú a buen precio, aparte de muchas otras ofertas. Aquí se come sobre todo carne, producto de la caza o de la rica ganadería que es marca de la zona.
En Salamanca llega una hora en que empieza a hacer frío, más frío todavía, pero el cambio es puntual, muy delimitado. Y vemos a los profesionales del clima salmantino, los propios salmantinos, cubiertos de chaquetones y bufandas. Es otoño, pero podría ser invierno. Entonces las piedras de los edificios se yerguen aún más, mientras nosotros temblamos un poco. Y para coger calor caminamos por la calle Rúa, derecha a la Universidad, a la Plaza Anaya y las Catedrales, Vieja y Nueva, adosadas como en una pareja muy bien avenida. Hay iglesias por todas partes, compitiendo en belleza atemporal, palacios grandiosos y edificios más pequeños pero de alma enorme. Todos nos contemplan. Nosotros los construímos y ellos nos miran con un desafío amable: saben que durarán mucho más que nosotros.
Hemos visto el Edificio de las Conchas, monumento excepcional del arte civil de los Reyes Católicos, con sus conchas tan bien puestas y tan naturales, y su ocre claro inconfundible. Hoy es biblioteca pública, una biblioteca que recomiendo al viajero visitar, si tiene tiempo entre tanta joya artística.
Pero no todo son catedrales, iglesias, palacios, museos, bibliotecas... en Salamanca. Hay algo que debería ser lo más importante de los lugares a los que viajamos. Algo que quizá debería ser lo esencial: la gente, los hombres y las mujeres que dan vida a la piedra, a las calles, a las casas y a todo. Sobre los salmantinos se han escrito muchas cosas. Quizá el clima duro de esta zona, o algunos recovecos de la Historia, les ha hecho más duros, con apariencia a veces regañona. Sólo hace falta insistir una vez ante ellos, con la simpatía del viajero que quiere conocer todo lo conocible, siempre admirándose, para que estos hombres y mujeres se muestren los más cariñosos y amables del mundo. Yo hasta he prometido llevar un pequeño regalo a uno de estos salmantinos, en agradecimiento.

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