jueves, 22 de octubre de 2009

Mi orador

(Esta columna la publiqué ayer en "El Norte de Castilla".)



El orador ideal debe ser un hombre, nada más que un hombre pero nada menos que un hombre. Un hombre preparado para hablar, que se haya entrenado para transmitir bien unos mensajes y para producir unas reacciones en el auditorio.
Debe servir a ideales nobles, respetables, que conduzcan al bien común, y si busca sólo beneficiarse él, que al menos sus fines no perjudiquen a otros. Quintiliano decía que el rétor era "el hombre bueno adiestrado en retórica".
Debe ser auténtico y transmitir autenticidad. Debe desterrar la mentira de sus palabras, que le duela la mentira, que piense que la verdad brilla, ahora o mañana.
El orador ideal debe tener credibilidad. La credibilidad se la gana uno día a día, acción tras acción, palabra a palabra. Sólo uno es creíble cuando dice la verdad, cuando actúa de verdad.
El orador ideal se puede equivocar, y se equivoca, pero siempre quiere acertar, siempre quiere ser mejor. Falla, pero hace todo lo posible para no fallar.
Aprende de sus errores y acaba por valorar el error como el oro. Se aprende de los éxitos, pero se aprende mucho de los fracasos. Lo malo es que éstos duelen más. Hay que ser un espíritu muy elevado para saber aquilatar unos y otros.
El orador ideal, el gran orador, es consciente de su gran poder, y conoce su responsabilidad. El orador que domina su arte lo pone al servicio de los demás, de las causas justas, del bien común.
El orador ideal es un maestro en el auto-control, él que tiene tantas pasiones. El orador ideal domina el caballo que es él mismo, porque sabe que los frutos de sus palabras no se merecen su descontrol.
El orador ideal trabaja para el mañana. Sabe el poder que tiene la palabra, y cómo la palabra es una inversión que puede tardar mucho tiempo en rendir beneficios. El orador ideal cuida y mima la palabra porque sabe que en días, meses, años... esa palabra construirá algo grande. El orador ideal conoce las ideas de corto y de largo plazo como nadie. No tiene más que abrir la boca y esperar.
La palabra es un medio y un fin en la vida cotidiana. La palabra es un medio para la satisfacción del escritor y un fin para el arte. Pero la palabra es una potencia que puede dar la vida o quitarla. Todo lo que vemos en la calle, en el campo, más allá de los mares, todo se ha construído con la palabra.
El orador ideal es un pobre hombre muy estudioso, muy trabajador, muy amante de la palabra. Es un hombre feliz que sabe que también es un instrumento. Es un hombre que siente la alegría de estar vivo y la transmite.
El orador ideal sabe ser apasionado, frío, atento, meditabundo, vehemente, templado... sabe escuchar y sabe atacar. En él se ha edificado una espada, y ha tardado años de aprendizaje en conocer su funcionamiento.
El orador ideal es un hombre digno que respeta la dignidad de las personas. Conoce sus defectos y sus virtudes, se ha hecho un experto en la condición humana, aunque también en esto se puede equivocar. Se se ha buceado, ha aprendido a escuchar el alma de los demás. El orador ideal vive para sí mismo y para el mundo. No es un santo, es un hombre bueno que quiere ser mejor, pero que sabe que nunca llegará a ser tan bueno como le gustaría. Sin embargo, nunca renuncia a construir un mundo mejor.
El orador ideal ama al hombre, pero aborrece su mezquindad. Ama al hombre cuando es digno de sí mismo.

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