sábado, 14 de noviembre de 2009

Churchill

Para José María Blanco Núñez


Estamos en Afganistán, frontera con la India. Un jovencísimo Churchill realiza su primera campaña militar, a las órdenes del general de división Blood.
Churchill es un audaz teniente, y se ha hecho muy amigo del general. Blood está desesperado. Llevan una semana ante la ciudad de Jalalabad, muy bien fortificada. El enemigo no da ninguna señal de debilidad, y Blood piensa que va a tener que renunciar a tomarla.
Pero Churchill no está de acuerdo y tiene un plan. “Le propongo una apuesta. Le apuesto 500 libras a que en el plazo de quince días le brindo la ciudad en bandeja de plata.” Blood no tiene nada que perder y acepta. Está harto de tener estancado el ejército en ese lugar perdido en el desierto, con hambre y sed.
Churchill escribe por las noches y piensa por el día. Es corresponsal de un periódico en Londres, y muchas veces le resulta difícil conciliar sus dos ocupaciones, militar y periodista.
Al día siguiente, ante los ojos atónitos de Blood, manda que caven un túnel hasta el corazón de la ciudad. Pasan los días y el túnel está terminado. Un destacamento de diez hombres se desliza por el túnel, llega a la torre más alta de la ciudad y enarbola la bandera inglesa. Todo esto sin llamar la atención, y Churchill, que conoce a los afganos, sabía que no sería muy difícil.
La bandera es la señal para atacar. Parte del ejército inglés se divide en dos y ataca al Este y al Oeste de la ciudad. Mientras, sigilosamente, disfrazados de afganos, el destacamento que ha penetrado por el túnel en la muralla, abre sus puertas. Entonces, el grueso del ejército de Blood entra en la ciudad y se hace con ella.
Churchill, sentado en una silla de campaña, fuma un puro. Uno de sus soldados se acerca a él y le entrega una bandeja de plata. En ella está, brillante, la bandera de la ciudad. Churchill se la entrega a Blood: “General, me debe usted quinientas libras.”



Eduardo Martínez Rico

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