viernes, 11 de diciembre de 2009

Berta y el dragón


El dragón era morado con las escamas blancas. Por las noches yo le dejaba la puerta de la cocina abierta para que pudiera hablar con Berta, mi perra. Se bebía toda la leche que compraba mi madre, y por las mañanas mi madre decía: “Pero ¿quién toma tanta leche?”
Berta y el dragón eran muy amigos. Pero no se podían comunicar. El dragón no sabía hablar, aunque sabía escribir, y llevaba un cuaderno con un bolígrafo para decir lo que quería decir. Pero Berta no sabía leer, y entonces se comunicaban con la mirada, con gestos de la cara y de las patas.
El dragón entraba en la cocina y se le quedaba medio cuerpo fuera, en el patio. Tan grande era.
Se llevaba a Berta a dar paseos por el cielo, volando. Berta se sujetaba como podía en la grupa del dragón, y las orejas de Cocker Spanniel se le echaban hacia atrás, por la velocidad.
Iban al País de los Lagos y hacían piruetas en el aire. También iban al planeta de donde era el dragón, y volaban por encima de volcanes al lado de cientos de dragones. Cuando iban al planeta del dragón salían de la atmósfera de la Tierra, y Berta tenía que cerrar los ojos, atravesar el vértigo, y fuuuuuuf… entrar en otra dimensión, el planeta de los dragones.
Al dragón sólo lo vemos Berta y yo. Le hablo de él a mis sobrinos Pablo, Gabriel y Carolina. Cuando mis sobrinos le hablan a mi madre del dragón, les dice que eso es mentira: “Pero ¿cómo podéis creer que existen los dragones?”
Yo no tengo ni que cerrar los ojos para verlo, extendido en el suelo de la cocina, sacando la pata por la puerta, medio cuerpo en el patio. Una vez me escribió esto en su cuaderno: “Estoy muy solo, quiero ser vuestro amigo.”


Eduardo Martínez-Rico

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