lunes, 21 de diciembre de 2009

EL HADA

Me han publicado este cuento en un libro titulado Cuentos para Toledo. Me parece que no está muy lejos de ser un cuento de Navidad.




EL HADA



Para Carmen Giménez-Cuenca



Yo me enamoré en Toledo. Supongo que esto no tiene ninguna importancia, porque, en una ciudad tan maravillosa, cuántos no se habrán enamorado. Pero yo lo hice y jamás podré olvidarlo.
Hace muchos años, cuando era un joven licenciado de Letras estudiando el doctorado, me apunté a uno de esos muchos congresos a los que íbamos, o iban, los alumnos a hacer puntos para futuras becas y a hacerles la pelota a los catedráticos. Esa interminable carrera hacia ninguna parte…
Pero siempre tuve la suerte, en esos congresos, de que encontraba algo. Algo quiere decir una chica, una mujer, en ese verdadero momento en que una chica despega en mujer. Ya digo que no teníamos más de veintitrés, veinticuatro, veinticinco años.
Era rubia, con ojos de miel, muy hermosa, licenciada en Filología Árabe. Sabía muchas cosas, y otras me las ocultaba, porque las mujeres son más sabias que los hombres, más rápidas en eso de saber cómo piensa el otro y actuar en consecuencia.
El congreso fue sobre La Celestina y nos llevaron por Salamanca, Toledo y Talavera de la Reina. Pero yo me enamoré en Toledo.
Recuerdo las calles esquinadas, llenas de vueltas y revueltas, las grandes cuestas, el brillo dorado de la ciudad, obras de arte por todas partes, cada edificio con una historia, con muchas historias, porque Toledo esconde un rompecabezas de civilizaciones, un sinfín de leyendas, de susurros, también de luchas, de ambiciones.
Ahora soy un viejo escritor que ha olvidado muchas de sus batallas, pero que no ha olvidado ésta. Cómo olvidar aquella noche en que fuimos todos a visitar la tumba de Garcilaso de la Vega y su padre, vacías, y un cicerone nos fue explicando la historia literaria de Toledo. Las leyendas, los poemas de Bécquer, los desdichados amores que habían rodado por la península de Toledo, las pendencias de sus calles, los versos que andaban sueltos por toda la ciudad.
Cómo olvidar aquella noche entrando en ese palacio de luz que guarda el Tajo, dentro del autobús, mientras nos hablaban interminablemente de la ciudad y su literatura. Y yo cogía la mano de mi amada cuando no lo era, y ella apoyaba la cabeza en mi hombro, y nos besábamos interminablemente en la noche, cuando aún no me había enamorado de ella, y ella sólo era una mujer guapísima licenciada en Filología Árabe.
Ahora, sí, soy muy viejo, tanto que le cuento estas historias de su abuela a mis nietos, y les cuento cuántos años tuvieron que pasar para que yo me casara con ella, porque yo era muy golfo y me gustaban todas, y no me duraba ninguna más de diez días, un mes, unos meses.
Pero ahora les cuento las historias del Cid en Toledo, cómo corrió a sangre y fuego estas tierras en las que ahora escribo, cómo fue amigo y enemigo de su fiel rey Alfonso VI, y cómo dicen que descubrió un Cristo en la Mezquita de la Luz.
Cabalgaba Rodrigo con Jimena en la grupa de Babieca, cuando eran jóvenes y guapos, como su abuela y yo, y cómo lanzaba Rodrigo la espada al cielo para que se clavara en la hierba y allí pudiera posar su capa antes de besar a su novia, a espaldas de los moros.
Ellos me miran embobados mientras les describo la ciudad y sus prodigios, mientras invento extrañas tramas que envuelven en sombras Toledo en su imaginación, ellos que vienen aquí a que les cuente los viejos cuentos del abuelo.
“Vuestra abuela, sabéis, era rubia como las espigas de trigo, y sus ojos mostraban el horizonte, y yo me enamoré de ella aquí, en estas calles laberínticas que me trajeron a vosotros. Y ella sabía mucho de moros, de poemas cantados en viejos y luminosos estanques, versos de Granada, poemas de paz y de guerra.
“Vuestra abuela me miraba un segundo, y luego bajaba los ojos y los cerraba. Sabía cómo enamorarme porque había leído cómo lo hacían las bellas moras amigas de Alá, del pasado lejano que vosotros estáis viendo, envuelto en alfombras que cubrían cielos y paredes de palacios árabes.
“Vuestra abuela era bruja, joven pero bruja, bruja buena, y sabía cómo enamorarme. Venía a Toledo a traducir viejos textos árabes a un edificio muy grande que hay aquí, fundado por un rey sabio y bueno, allá a lo lejos en la Historia, cuando todo se confunde y los hombres no hacen esfuerzos por separar las cosas.
“Yo sentí un rayo de luz en la catedral cuando entré con ella por primera vez, de la mano, y supe que me casaría allí, mucho tiempo después, porque a vuestro abuelo le gustaban mucho otras muchas mujeres, y siempre creyó, hasta ese instante, que nunca se casaría.
“Vuestro Toledo es un hada posada en el campo castellano. Dios, el dios de las ciudades, convirtió a unas cuantas de ellas en ciudades, y una de ellas fue Toledo, posándose en esta tierra seca, ceñida por el agua del Tajo. Y yo supe entonces, nada más entrar en Toledo, que andaba detrás de él una mujer, porque un hada es una mujer, ¿no es cierto?, y cuando ese autobús que nos llevaba a todos los estudiantes al corazón de Toledo, entre vueltas y revueltas, subiendo penosamente, lentamente… supe que vuestra abuela era ese hada, esa mujer, y fue entonces cuando la besé más fuerte, mucho más fuerte. Hasta hoy, mis queridos niños.”






Eduardo Martínez-Rico

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