sábado, 5 de diciembre de 2009

Shock en la playa


Estaban en el bote, fondeándolo, entre todos los botes amarrados a sus boyas. Habían pasado una buena tarde de mar en compañía de varios familiares. Ahora quedaban dos, padre e hijo, el dueño del bote y el joven escritor. Ya estaba todo preparado, cuando el joven se dio cuenta de que en la playa, en la orilla, estaba pasando algo raro. ¿Qué ocurre? Era la barca del botero, y algo ocurría. El botero salía y entraba del agua constantemente. Se lanzaba de la barca, como cayéndose, se zambullía y volvía a salir, como borracho.
El joven no lo pensó mucho más de dos veces:
-Papá, mira.
-Qué pasa.
Su padre se dio cuenta de que algo pasaba.
-Enciende el motor –le dijo el joven a su padre, y fue la primera orden que le dio en su vida.
El padre encendió el motor, un motor de treinta caballos, y rápidamente, cruzando a través de las boyas que limitan la zona de bañistas del resto del mar, llegaron al bote. El joven ya se había quitado el polo y se preparaba para saltar al agua.
El bote de treinta caballos se detuvo, y el joven se dirigió rápidamente hacia la barca del botero y miró dentro de ella. El chico se había zambullido, una vez más, y una vez más había vuelto a la barca. Estaba en el fondo de la embarcación, ebrio, y tenía los ojos de alucinado.
-¿Estás bien?
Pero el chico no decía nada.
Poco a poco llegó gente de la playa, cinco o seis personas. Algunos lo habían visto todo desde un chiringuito cercano, habían visto toda la escena.
Y todos miraban al chico, ya en la playa, pero nadie hacía nada. El joven escritor dijo:
-Llamad a un médico.
Nunca había sentido tanta seguridad en su vida.
Mientras, el bote de treinta caballos, que estaba en la orilla, la abandonaba lentamente por la inercia de la marea y se alejaba hacia el mar.
-Déjalo –le dijo el padre a su hijo-, ya iremos a buscarlo luego.
Pero el joven escritor se fue a buscar el barco y lo encalló en la arena.
Pronto vino una ambulancia, y el botero fue atendido con todo cuidado. Era diabético y se le había descompensado algún nivel. Las malas lenguas dijeron luego que se le iba la mano con la cerveza, y ante eso el tratamiento no podía hacer nada.
Pasó el tiempo, no mucho tiempo. Llegó rápidamente un médico y trasladaron al botero al club náutico. Allí se produjo un gran tumulto. Llegó una ambulancia y pronto el pañol y su parte exterior se llenó de médicos, enfermeros y curiosos, mientras el botero, tumbado y mirando el infinito sobre el cemento, permanecía en el suelo. Parecía muerto, pero no lo estaba.
Simplemente estaba en un punto intermedio, pero él nunca podría recordarlo.
Hay actos que unen mucho, pero ninguno como experimentar que una persona podría haber muerto si tú y tu padre no habríais reaccionado a tiempo. En estados anormales, en estados de shock, la gente se paraliza y todo puede llegar demasiado tarde. Pero ellos no se paralizaron.
Esta historia me la contó aquel joven escritor, compañero de carrera, tomando una coca-cola en la cafetería de Filosofía y Letras de la Complutense. Me dijo que nunca había hecho nada tan bonito, y tan normal, en su vida, y que desde entonces quiere a su padre como nunca antes lo había querido.


Eduardo Martínez-Rico

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