viernes, 1 de enero de 2010

El niño

Para mi madre



El niño es el mayor escritor, el mayor filósofo, el más sabio, pero se le olvida, no toma nota y se le olvida. Si algún niño leyera mis columnas le diría que tomara nota de lo que se le pasa por la cabeza, de sus ideas y sensaciones, y que cuando fuera mayor le diera forma y escribiera un libro. Eso es lo que intentamos todos los escritores que escribimos sobre nuestra infancia, o sobre la infancia: mostrar la auténtica cara de un niño, su vida y su personalidad.
Pensé titular este artículo “La infancia”, pero me pareció muy general y pretencioso. “El niño” está bien. Además, me he dado cuenta de que no puedo escribir sobre la infancia, en general, porque el único niño que conozco bien soy yo mismo, y eso con muchas dificultades. Echar la vista atrás, realizar el viaje en el tiempo y colocarse en la piel del que fuimos con seis, ocho, diez años, es muy difícil, aunque se puede lograr. Cuando escribimos, llega un momento en que estamos dentro de ese niño, y que lo vemos todo, sentimos, como lo hacía ese niño.
Yo era un niño muy peculiar, “especial”, raro. Era un niño feliz, al igual que ahora soy un hombre feliz, pero era un niño bastante gordo y tartamudo. Me comunicaba con los demás de forma distinta a como lo hago ahora. Desde que superé la tartamudez, no hace tantos años, nunca me he planteado, hasta hace poco, lo que he ganado superando ese defecto. Ahora me doy cuenta de que el salto es enorme, y no dejo de dar gracias a Dios todos los días por haberlo hecho.
Siendo adulto me hubiera impedido muchas más cosas, pero quizá es al niño al que le acomplejan más este tipo de defectos. Mi madre, que es una madre Coraje con todos sus hijos, aunque unos lo han necesitado más que otros, me llevó a un logopeda y éste me enseñó una serie de ejercicios de respiración y vocalización. No noté mi mejoría, pero pasaron los años y me di cuenta de que aquello sí sirvió para algo. Ahora veo esos ejercicios en libros para hablar en público.
No creo que dejara de tartamudear por la acción de ese logopeda, aunque sin duda ayudó, sino porque se me pasó la edad, como ocurre en tantos detalles de la vida. Conozco sin embargo a muchos adultos tartamudos que, hay que decirlo, se manejan bien en la vida. Yo tengo la suerte de que nadie, salvo alguna rara y desagradable excepción, se rió de mí cuando tartamudeaba.
Hace poco tuve que hacer de moderador en una mesa redonda sobre Coaching, en la clausura del Curso Superior de Coaching de la Escuela de Negocios del CEU. Me encargaron hablar del talento literario y dije que el talento podría surgir muy bien de las limitaciones. Les conté que yo era tartamudo de niño y que ahora pienso que me hice escritor por esa razón. Cuando escribía podía hablar con la misma fluidez, o mayor, que mis compañeros, que mis padres, que mis profesores. Y siempre he tenido la suerte de escribir con fluidez.
Tuve una infancia muy buena, en una urbanización de árboles y de campo donde no parábamos de hacer cabañas. Tuve muy buenos amigos, y me aficioné en seguida a los libros. Los libros siempre fueron mis inseparables, mis íntimos; no me han fallado nunca en mi vida. Si aquel niño hubiera sabido que de mayor iba a escribirlos, seguramente nada le hubiera hecho más feliz. Uno se acaba acostumbrando a todo, hasta a lo mejor, pero yo siempre procuro ser consciente para disfrutar de las grandes alegrías. Ya hay muchas desgracias en la vida.
Aquel niño no era muy estudioso, aunque se defendía. No le gustaba mucho el colegio, pero tampoco lo odiaba. Lo que prefería eran los amigos, las cabañas y los libros, cada vez más. También era muy deportista. Ahora que lo pienso, siendo raro, “especial”, era un niño muy normal, equilibrado, con mucha curiosidad por la vida.



Eduardo Martínez-Rico


(Versión larga de la columna que publiqué el lunes en "El Norte de Castilla".)

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