lunes, 18 de enero de 2010

La realidad

Vivo en un lugar paradisíaco, Montepríncipe, en las afueras de Madrid, una urbanización llena de verde, de piscinas y de pistas de tenis en Boadilla del Monte. Para mí, es el lugar perfecto para vivir, para escribir.
Mi casa no es mi casa, es la casa de mis padres, pero sí es mi casa. Vivo como un príncipe, como tantos jóvenes de mi generación, los niños de la democracia; ahora tenemos el problema de mantener, al menos, el nivel de vida que nos dieron nuestros padres. Ellos siempre fueron a más, casi siempre, y nosotros, mi generación, la gente mejor formada de la Historia de España, hemos tenido que luchar contra un sistema que no se podía permitir el lujo de pagar el talento que había creado. Simplemente porque no había hueco para él y porque los puestos para los que estamos capacitados están ocupados por ellos, nuestros padres. Un despropósito hecho con la mejor intención, pero un despropósito.
Bajo poco a Madrid. Voy a reuniones y actos del Instituto de Empresa, en Serrano y María de Molina. Doy clases de escritura creativa a una abogada sensacional, Virginia, y nos paseamos Madrid. Durante muchos años le tuve miedo a la ciudad. Me sentía inseguro y procuraba eludirla; salía por Pozuelo, Majadahonda… Pero pronto me di cuenta de que el trabajo, mi trabajo, estaba en Madrid. Los periódicos, las revistas, las editoriales, están en Madrid, y uno no nace García Márquez sino que se va haciendo García Márquez. Ya puedes ser muy bueno, pero tienes que demostrarlo, y normalmente se hace poco a poco, kilómetro a kilómetro.
Estoy enamorado del campo y de Montepríncipe, pero considero que el contacto con la ciudad, con la realidad, con el hoy, es esencial para un escritor. Yo necesito oír y oler coches, ver mendigos, y me gustaría tocarlos, sentir que hay algo diferente a mi Universidad, el monasterio maravilloso de Segovia, Santa Cruz la Real, tan cargado de todo; necesito saber que hay algo distinto a mi Montepríncipe, la urna en la que llevo viviendo desde niño; que hay algo distinto al contacto con grandes sabios y escritores y periodistas, doctos profesores y chicas guapísimas, mi océano. Hay que bajar a la tierra, pisar la tierra, porque todos somos ella.
No quiero perder la conciencia de ser un hombre en el mundo, en todo el mundo; no quiero perder la curiosidad por nada, y quiero luchar por lo que creo sin perder la relación con la realidad.
Confío mucho en las palabras. Soy escritor, soy periodista, soy escritor y filólogo… “Filólogo” significa “el que ama la palabra”, pero me parece que más que amor por las palabras amo los hechos. Las palabras expresan hechos y son puentes para otros hechos, pero al mundo lo mueven los hechos. La palabra tiene una fuerza infinita pero no debe olvidar la realidad. Para inspirar, para idear, para mover, hay que conocer. Cuando una palabra vale como un hecho, entonces es mi amada. Y para eso hay que salir de las urnas y las torres de marfil. Somos cazadores, siempre lo fuimos, pero yo pido unos objetivos a la altura de los medios que disponemos.
Cuanto más sabemos, cuanto más viajamos, cuanto más logramos, más le pedimos a la vida y a la realidad. Yo me exijo mucho a mí mismo, y tal vez por eso he conseguido tan poco. Pero también le exijo mucho a mi país, a Europa y al mundo. Creo que el ejercicio de no perder pie en la realidad, de creer en las palabras y lanzarlas a los hechos, y al revés, debería realizarlo mucha más gente.





Eduardo Martínez-Rico

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