jueves, 16 de julio de 2009

El escritor profeta

Hace poco tuve la oportunidad de oír una conferencia de José Saramago. Me apetecía mucho escucharlo en directo; no lo hacía desde antes de su premio Nóbel, cuando fui a la presentación de su libro Viaje a Portugal en la facultad de Filosofía y Letras de la Complutense, donde estudié. Me acuerdo que me dieron un folleto de esa presentación, a la entrada del metro. Saramago era un escritor bastante menos famoso que ahora, pero ya había publicado muchos libros y era prestigioso.
Yo había hojeado, que no leído, La balsa de piedra, y acababa de comprar precisamente El evangelio según Jesucristo, que había levantado una gran polvareda en Portugal. Era un escritor distinto, imaginativo, profético y con un gran aspecto de sabio y de hombre bueno, con el ceño siempre fruncido, como enfadado con el mundo.
Siempre recuerdo que aquel Paraninfo de la Facultad de Filosofía y Letras estaba vacío, que se podía contar con los dedos de las manos a los asistentes, y cómo cambió eso cuando ganó el Nóbel.
Me acuerdo que después de su presentación de Viaje a Portugal hubo una ronda de preguntas. Yo le pregunté por qué Viaje a Portugal y no Viaje por Portugal. No recuerdo lo que me contestó, pero creo que le gustó la pregunta. Tenía en la memoria el Viaje a la Alcarria, de Cela, y el mismo Saramago en su intervención citó los viajes de Cela y lo importantes que habían sido para su libro.
Saramago pertenece a un tipo de escritor que si no lo remediamos puede morir con él. No lo conozco en su vida privada, pero la impresión que da es la de un hombre libre, que piensa lo que dice y que ha colocado la literatura y el pensamiento, los grandes ideales, por encima de él, como algo que le sirve para vivir y que él defiende siempre. Es el escritor-conciencia, el escritor-sabio, que sabe que se puede equivocar pero que proclama lo que cree que debe proclamar.
Vivimos en tiempos peligrosos en los que el escritor se ha convertido ya en un bien de consumo. El libro es como cualquier otro producto, y el escritor una fábrica de productos. Pero la literatura, por su propia esencia, vive de, por y para el ser humano. Se sirve del hombre y sirve al hombre. El que los libros se compren y se vendan forma parte de otra lógica, y está muy bien. El escritor debe asumir el juego del mercado, del dinero, etc. Pero el escritor, por ser quién es, por haberse especializado en este campo, lo cual puede sonar mal pero se entiende bien, tiene la obligación de decir y recordar lo que otros no ven, porque no lo perciben o porque no quieren hacerlo.
La figura de Saramago, ya de ochenta y muchos años, está llena de venerabilidad. Sólo su presencia significa algo particular, mucho, y llena de respeto a los que la tienen delante. Sus palabras, a veces desenfadadas y ligeras, tienen de vez en cuando cargas de profundidad poderosas. Si las dijera otro sonarían diferente, pero baste que las diga Saramago para que cobren una gran dimensión.
El otro día que le escuché dijo, por ejemplo, que “las palabras no son inocuas”, llamando a la responsabilidad de los que trabajan en los medios de comunicación. Por supuesto, y más todavía, pero de distinta manera, esto vale para un escritor. Todos debemos medir nuestras palabras, seleccionarlas bien, apuntar bien, y todos sabemos lo difícil que es esto. Con qué frecuencia decimos lo que no queremos decir, porque es complicado acertar con la medida exacta.


Eduardo Martínez-Rico

(Artículo publicado en "El Norte de Castilla" el 15 de julio de 2009.)

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