viernes, 3 de julio de 2009

Hechos y sueños del Cid

Se educó con los príncipes, con los que luego compartiría poder y conflictos. Fue muy amigo de Sancho, de Alfonso, de García y de las infantas, doña Urraca y doña Elvira. Nos los tenemos que imaginar asistiendo a clases juntos, las lecciones del latín y más delante de Derecho, de Historia… todo lo que conectaba el pasado con el presente, la complicada política de la época.
Estamos a mediados del siglo XI. Don Fernando había heredado sus posesiones de su padre Don Sancho de Navarra, unificador de Reinos. Don Fernando, al morir, dividió su tierra en tres: Castilla para Sancho, León para Alfonso y Galicia para García, un rey que moriría encadenado por la codicia de sus hermanos…
Toda la historia del Cid está teñida por la leyenda. Él mismo es leyenda, porque ya en vida lo fue. A las palabras pueden seguirle los hechos, pero es claro que a los hechos siguen las palabras, y ése era el trabajo de los juglares. El Cid hoy, vivo, joven, sería protagonista de los cuchicheos de sus vecinos y, más tarde, de las tertulias de la radio y los debates de televisión. Todo esto es nuestra moderna juglaría.
Rodrigo Díaz de Vivar, Ruy Díaz, corría en boca de los juglares que cantaban sus hazañas, de plaza en plaza y de pueblo en pueblo. Fletcher, uno de sus biógrafos, dice que jamás sabremos cómo fue, y nos han quedado pocos, pequeños, retazos ciertos de su presencia como mimbres que hay que unir con sumo cuidado.
Es polémico. Siempre lo fue. Se ha dicho que era un puro “señor de la guerra”, un condotiero, mercenario sin escrúpulos, que codició el poder y los tesoros… que pactó con los moros, a veces, aparentemente, en contra de su señor, pero los resultados nos demuestran que todo aquello formó parte de una empresa colectiva de la que él fue cabeza y líder.
El prestigioso medievalista Alan Deyermond le dijo a Juan Cruz en una entrevista que el Cid, hoy, sería presidente del gobierno. Esto encaja muy bien con su política de servicio al rey, bajo cuyo mandato se somete y rebela según las circunstancias, siempre sirviendo lo que él cree que es el bien de esa España que aún no había nacido pero que él, por sus hechos, vislumbra.


Eduardo Martínez-Rico

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