jueves, 2 de julio de 2009

Presidente

El Presidente se quedó dormido sobre la mesa de su despacho. Estaba llena de papeles, compromisos, viajes, discursos… Sonó el teléfono dos veces, pero el Presidente no se despertó.
Soñaba que perdía las elecciones y que se reencontraba con aquella novia que todos tuvimos cuando éramos muy jóvenes, y que no salió bien, quizá porque era demasiado pronto. Soñó que recibía la noticia en la sede de su partido, junto a todos sus colaboradores, con frialdad, con tranquilidad, casi con alegría. Llevaba ocho años en el cargo, y había sido más que suficiente para colmar sus ansias de poder y de vanidad, sobre todo de vanidad.
Soñó que unas semanas después de recibir la noticia de que dejaría de ser presidente, llamaba a esa mujer y concertaba con ella una cita. Su vida había discurrido por los cauces normales de cualquier persona. Se había casado, tenía dos hijos, un trabajo estable, muchos problemas pero ninguno irresoluble. Él también se había casado y tenía hijos, tres, pero la política había destrozado su vida. La pasión que había sentido por los asuntos públicos, por subir en el escalafón, por llegar a ser presidente, había deteriorado poco a poco su vida familiar. Su mujer le había amenazado varias veces diciéndole: “O la política o yo”. Y él había conseguido calmarla también varias veces, pero al final había ganado la política, y ella lo había dejado, con hijos y todos. Le costó mucho convencer a sus votantes que sería mejor presidente que marido o padre. Pero hasta eso lo consiguió.
El sueño mezclaba hábilmente la realidad con la ficción, y como se basaba en la realidad del pasado era de lo más verosímil.
Ahora era demasiado tarde para recuperar a su mujer. Ahora que había conseguido despegarse del poder, de los teléfonos, de los asesores… ya no conseguiría recuperar a su mujer y a sus hijos. O al menos había perdido una época preciosa de sus vidas, porque estaba claro que sus hijos seguían siendo sus hijos, y su mujer no había querido divorciarse de él. Quizá tenía más valor ser la esposa del presidente, que la ex del presidente.
Pero ella lo llamó. No era infrecuente recibir llamadas de antiguos compañeros, o compañeras, del colegio, de la Universidad… o de esos amigos que van apareciendo y que también van desapareciendo. Pero cuando una ex novia llama, por muy antigua que sea, es por algo más. A él le hizo mucha ilusión.
La propaganda electoral siempre lo vendía como un hombre firme, sereno, muy seguro de sí mismo, pero la verdad es que era muy inestable. Aquello también era atractivo. Aunque sus electores no lo supieran, eso iba a su favor, se transparentaba en sus palabras y actitudes, y le daban un aire más atractivo. Igual le pasaba con las mujeres. Siempre lo ocurrió, una extraña mezcla de desvalimiento y fortaleza.
Quedaron a tomar un café en una terraza, y ella no dejaba de hacerle preguntas. Al fin y al cabo, decía, el que tenía cosas que contar era él. Su vida había sido muy normal, mientras que él había sido presidente del gobierno durante ocho años.
En el sueño, esa etapa de su vida lo había hecho madurar mucho. Ante aquella ex novia, él no podía decir más que el poder era un espejismo, pero muy peligroso, muy capaz de destruir al más fuerte, y él no era tan fuerte. Que lo mejor era dejarlo a tiempo, y que había que decirse todas las mañanas que no era más que un servidor de su país, y que lo que hacía estaba muy por encima de él.
Ella estaba fascinada ante aquel personaje de su adolescencia que se había convertido en uno de los hombres más importantes del país. En su día se enamoró de él, y ahora comprendía que lo que sentía era más fuerte que el amor. Estaba prendada de la yuxtaposición entre el chico al que amó, y que le hizo tantas putadas, y aquel hombre responsable, de vuelta de todo, de vuelta del poder, que es como decir de vuelta del infierno. O al menos así se lo explicaba él.
Cuando llegó la hora de pagar los cafés, él insistió en pagarlos:
-Me hubiera gustado invitarte a la Moncloa –dijo-, pero no sé si mi mujer lo hubiera comprendido.
Era una mentira, pequeña, que quedaba bien. No la hubiera invitado a la Moncloa, porque este encuentro no se habría producido. Eso sí, si ella lo hubiera llamado entonces sí que la habría invitado al Palacio, le gustara o no le gustara a su mujer. Y él pensaba que no le hubiera importado. Las dificultades continuas que tuvo con su esposa iban más allá de los celos. Estaba todo tan estropeado que eso era lo que menos importaba.
-¿Y qué vas a hacer ahora? –le preguntó ella.
“Ahora” significaba “ahora que has dejado la política”.
-Escribiré mis memorias y me dedicaré a dar conferencias por el mundo. Tengo muchas ofertas. Además hay actividades que se desprenden de ser ex Presidente del Gobierno. Formaré parte del Consejo de Estado y trabajaré en una oficina, con secretaria, chófer, ayudante… Sigo siendo un hombre importante –y le guiñó el ojo-. Pero ya he dejado el Congreso, no seré más diputado, voy a mirar la política como un espectador… Quiero dedicarle más tiempo a la Cultura. ¿Te acuerdas que quería ser escritor? Me apetece viajar, pero de una manera muy distinta a como lo he hecho. Quiero ver cosas, mezclarme con la gente, ver lo que no te enseñan cuando eras presidente del Gobierno. Colaboraré en prensa y diré lo que la gente no espera que diga un ex Presidente del Gobierno.
-¿Qué dirás entonces?
-Contaré, por ejemplo, este encuentro que hemos tenido, si no te importa a ti.
-¿Por qué me iba a importar? –sonrió ella coqueta-. Ya estaba acostumbrada cuando éramos novios a que escribieras sobre mí. ¿Te acuerdas?
-Claro que me acuerdo. ¿Quién me iba a decir que iba a acabar en lo que soy?
-Sí, ¿quién lo iba a decir?
Y entonces ella se sumergió en un mar de pensamientos. El móvil de él sonó, y era su chófer: el coche estaba preparado, tenía un compromiso a esa hora. Por supuesto no se había liberado de lo que fue, de lo que era.
Sí, el coche estaba preparado.
Un hombre entró en su despacho.
-Señor –dijo su secretario-, tiene el coche en la puerta. Le esperan en Zarzuela.

Eduardo Martínez-Rico

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