domingo, 12 de julio de 2009

Ser profesor

Ser profesor para mí es crear una dimensión nueva en todo lo que hago, una dimensión que enriquece mi vida, mi obra de escritor, mi forma de leer y mi manera de relacionarme con el mundo.
Un profesor quiere lo mejor para sus alumnos, no sólo quiere que sepan más o que sean más sabios; quiere que sean mejores. Un profesor quiere que sus alumnos tengan todo lo bueno que tiene él. Si él trabaja bien querrá que sus alumnos trabajen bien, si tiene unas pasiones determinadas que él piensa que pueden dar la felicidad, querrá trasladarlas a los alumnos. El modelo de una asignatura es el propio profesor, pero éste tiene que ser sensato y humilde y saber que no todos los alumnos –muy pocos, poquísimos- son como él, y lo que a él le ha servido y llenado tanto, a otros puede que no les sirva. Hay que enseñar lo suficiente, una orientación para la vida, una pista, y mientras uno pasa a otros temas o alumnos esperar cómo germina la semilla en cada uno.
Un buen profesor no quiere que sus alumnos caigan en sus mismos errores, aunque sabe que muchos son inevitables y fecundos.
Un buen profesor no quiere que sus alumnos tengan sus defectos, pero sabe que siendo como son ellos pueden crecer y mejorar a partir de ello. Hay algo nuestro que nadie nos puede quitar ni cambiar, una esencia, y a partir de ella se expande el Universo.
Ser profesor es ser el eterno estudiante que siempre está estudiando y siempre se está examinando. Ser profesor es examinarse todos los días delante de los alumnos.
El perfecto profesor es un sabio humano, con los pies de barro, como todos los hombres, y con toda conciencia de tenerlos de barro, que ha decidido dar lo que sabe a los demás. La recompensa del profesor es la interacción: el aprendizaje que recibe de los alumnos, con sus dudas y aportaciones. Quienes más enseñan al profesor son los alumnos. Los alumnos son los profesores del profesor, que luego enseña a los alumnos y acaba cerrando un círculo. “El que más aprende es el profesor”, me dijo un amigo profesor cuando empecé a dar clases, y tenía mucha razón.
Ser profesor, cuando se es, acaba siendo algo que va mucho más lejos de un dinero o unos horarios, unos compromisos. Ser profesor imprime carácter, como el sacerdocio se lo imprime a los sacerdotes.
Un buen profesor es un hombre sabio que conoce bien sus límites, pero que también sabe que los límites son elásticos. Un buen profesor emplea su autoridad lo menos posible, cuando no queda más remedio. Un buen profesor escucha tanto como habla, dentro y fuera del aula. Un buen profesor es una antena receptora a todo lo que está ocurriendo en su medio; es todo lo receptor que puede, asimilando, analizando, dando.
Un buen profesor es una persona entregada a lo que hace, y si realiza otras actividades acaba haciéndolas compatibles con su trabajo como profesor. Un buen profesor si no siempre acierta, cuando tiene toda la intención de acertar, es porque es humano y falible, y también porque no siempre nos pueden captar, comprender. Todos nos movemos en unas determinadas frecuencias y no todos pueden sintonizar con nosotros. Uno de los trabajos del profesor es sintonizar con los demás, con el mundo y con sus alumnos. Éste es un esfuerzo que debe hacer, porque supone un puente continuo entre el exterior, los alumnos y él mismo. Un campo de energía, de conocimiento y algo mucho más grande que eso. Pero también debe tener claro que el tiempo cambia, y que lo que dijo o impulsó en un momento, puede necesitar años para germinar en el otro.
Los errores del profesor, como todos los errores, son muy productivos, pero hay que tener humildad para verlos y reconocerlos, ilusión para cambiarlos, capacidad y esfuerzo para obtener frutos de ellos.
Cada vez que hablamos, y mucho más en estas profesiones de la palabra, escritor, periodista, profesor, cada vez que hablamos debemos mimar, milimetrar nuestras palabras. Las palabras pueden ser bombas de relojería, para bien y para mal, que tarde o temprano estallarán. Lo que decimos hoy puede tener su consecuencia dentro de años. Aunque parezca que nadie nos escucha, que son inútiles nuestras palabras, debemos miniarlas como una obra de arte, verdaderamente útil y poderosa, porque esas palabras pueden estallar en cualquier momento, de muy diversas maneras.
También hay que miniar los actos, los gestos, los consejos. Todo lo que hace un profesor se puede activar en la cabeza del alumno muchos años después.
Un profesor no es un creador de personas, ni de mentes, pero lo que diga o haga puede influir de por vida. Los alumnos también marcan a los profesores.
Un buen profesor nunca olvida cua ndo fue alumno. Un buen profesor sabe que siempre es alumno, de la vida y del mundo.
Un buen profesor no debe quejarse de lo que tiene, de sus problemas, de sus alumnos, de la situación que le ha tocado vivir. Un buen profesor está movilizado por aquello en lo que cree, y siempre está dispuesto a permanecer abierto a aquello que no comprende.
Un buen profesor debe aceptar y adaptarse a los cambios, pero no aceptar todo lo que implican. Los cambios y las evoluciones tienen su parte negativa, y se puede perder algo valioso en el camino. Ese algo valioso hay que rescatarlo, preservarlo, adaptarlo y transmitirlo. Los cambios, cuando son malos, se pueden cambiar.
Que el profesor hable en su aula bien seguro de que está creando el futuro. Que esto le produzca una responsabilidad y una humildad grande, pero también una grandeza. La sociedad puede ignorar a veces a sus maestros, en dinero y prestigio, pero fueron ellos los que enseñaron a la sociedad a leer, hablar y escribir, a contar, a conocer su país y su mundo. Nadie olvida un buen profesor, como nadie olvida a una buena novia o a un buen novio. Los que hoy lo son que empiecen a cuidar desde ya la memoria de quienes jamás les olvidarán, de quienes siempre les estarán eternamente agradecidos.
Y en los malos momentos, que los hay, que el profesor nunca olvide su importancia, su papel en la sociedad y en la Historia, la imagen que le devuelve el espejo y que nadie podrá manipular. El profesor es el campesino que nunca deja de sembrar en los demás, el que nunca deja de aprender de los demás, el que mejor asume aquello que le atenta, pero también el que lucha con más fuerza por lo que cree justo y necesario.
El profesor es el satisfecho con su trabajo, un trabajo que es presente y se proyecta en el futuro, el hombre que vivirá en la cabeza de otros toda su vida, el hombre que al final tiene tantas vidas como tantos alumnos haya tenido. El profesor es ese sabio generoso y abierto que cuando averigua algo ya está deseando transmitirlo.
A veces pienso que entre escribir y enseñar sólo cambia el medio que se elige para transmitir.

Eduardo Martínez-Rico

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